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¿Nunca te rindas?

No entiendo cuál es el problema con rendirse. Hoy en día, parece que todos los mensajes de motivación insisten en que no debemos rendirnos. Como si fuera una regla absoluta. Como una alarma que nunca cambia de sonido, como ese gallo que canta a la misma hora todos los días. “Nunca te rindas”, repiten, como si rendirse fuera sinónimo de fracaso. Pero no siempre lo es. A veces, rendirse es simplemente un acto de reconocimiento. Es aceptar que tus fuerzas llegaron hasta cierto punto. Es admitir que tal vez elegiste mal, que te equivocaste de camino o que luchaste por algo que ya no tiene sentido. Y eso, aunque no lo parezca, también es sabiduría.

Rendirse no es debilidad. Es humildad. Solo quien reconoce sus límites es capaz de entender cuándo ha llegado el momento de bajar la mirada, no por vergüenza, sino por dignidad. No por cobardía, sino por respeto a sí mismo. A veces, la valentía no está en seguir luchando, sino en saber cuándo parar.

Recuerdo el mito de Ícaro. Desde el primer momento, su padre le advirtió: “No vueles demasiado alto”. Había un límite. Un punto en el que las alas no resistirían. Pero Ícaro lo olvidó, o prefirió ignorarlo. Se acercó demasiado al sol, y las alas hechas de cera se derritieron. Hay fuerzas que no se pueden controlar, y si no las respetas, pueden terminar por destruirte. Esa historia no es solo un mito: es un espejo. Todos somos Ícaro alguna vez.

También recuerdo una amiga muy cercana. Su madre estuvo años luchando contra el cáncer. Una lucha silenciosa, cansada, constante. Pero con el paso del tiempo, el cuerpo ya no podía más. Aun así, la madre tenía miedo de morir. Le aterraba soltar. Sentía que rendirse era fallar. Un día, su hija le dijo algo que me marcó para siempre. Le tomó la mano y le susurró: “Mamá, es hora de partir”. Puede sonar duro. Incluso cruel. Pero no lo era. Era un acto de amor. Una forma distinta de decir: “Ya hiciste lo suficiente. Ya puedes descansar”.

La madre hizo una corta oración. Cerró los ojos y le dijo a su hija: “Ya me siento en paz”. Esa misma noche, al caer el día, murió. Con serenidad. Con dignidad. Con amor.

Rendirse no siempre es perder. A veces es entender que la batalla ya no es tuya. Que seguir peleando solo traerá más dolor. Que hay cosas que debemos dejar ir. Por nosotros. Por los demás. Por paz.

Debemos aprender a elegir nuestras batallas, sí. Pero también a entender cuándo rendirnos. Porque rendirse, cuando es desde la conciencia y la compasión, también es un acto profundo de valentía.

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