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Una visita inesperada

Desde hacía tiempo veía en el parque a Mano Caníbal. Así le decían al viejo Carmelo, aunque no era tan viejo. Tal vez tendría poco más de treinta, pero la suciedad pegada a su ropa y al rostro le daba años de más. Su apodo había nacido de un rumor que mutaba con los años. Algunos decían que era un loco peligroso, otros que había matado a personas en otros estados, y lo más extremo —pero repetido con extraña seguridad— era que se las había comido. Que las cocinaba y se sentaba a comer con cuchillo y tenedor.

En mi caso, siempre lo trate normal, quizá por eso me tenía cierto respeto.

No éramos amigos, ni mucho menos. Lo veía tres o cinco veces al año, cuando pasaba por la plaza. Pero él recordaba mi nombre, cosa rara en un pueblo donde ni tus tías te saludan si no te ven a menudo. Carmelo casi siempre estaba sentado en la misma banca, con la ropa engrasada, el cabello apelmazado por polvo viejo, y un olor que no era simplemente sucio: era denso, extraño, como a tierra húmeda y metal. Nadie quería acercársele.

Lo más extraño de todo era que, una o dos veces al año, aparecía distinto.

Vestido como nuevo. Impecable. Limpio. Como si se hubiera metido en una cápsula de baño, lavado la ropa, peinado con esmero y puesto colonia. Caminaba con otro porte. Saludaba a la gente con cortesía. Pero nadie le respondía. Nadie sabía qué motivaba esos cambios tan esporádicos, ni por qué al día siguiente volvía a estar hecho un desastre, como si el momento pulcro hubiera sido un espejismo.

Una tarde lo vi así. Bien vestido, afilado, oliendo incluso a desodorante.

Me saludó con una sonrisa y me pidió sentarse a mi lado. Acepté. Conversamos. Y para mi sorpresa, no era un loco desquiciado ni un hombre ido. Era una persona. Me habló de su infancia, de su madre, del miedo que sentía a veces por la noche. Tenía ideas profundas, bien articuladas. Me sentí pequeño. Lo había subestimado.

Fue tanta la comodidad que, sin pensar, cometí el error de preguntar:

—¿Es verdad lo que se dice de usted?

¿De mi? ¿Sobre qué? Dijo como ignorando de que hablaba. 

Sobre el canibalismo. 

Él dejó de hablar. Giró el rostro despacio, y por unos segundos, me miró en silencio.

—La gente dice muchas cosas —respondió por fin—. Pero dime algo: ¿cómo crees que sepa la carne humana?

Me incomodé. Mi cuerpo se echó hacia atrás, aunque traté de mantener la calma.

—¿Nunca lo pensaste? —insistió, sonriendo—. Comemos gallinas que comen cucarachas. Cerdos que viven entre su propia porquería. Y saben bien. ¿Nunca has tenido curiosidad?

No respondí. Me limité a sonreír, nervioso. Para no tensar el ambiente, dije:

—Tiene razón.

Él sonrió más.

—Eso pensé.

Y sin más, cambió de tema. Como si nada. Hablamos unos minutos más. Luego se despidió con tranquilidad. Me dio la mano. Caminó por la plaza con sus zapatos limpios, dejando en mí algo que no supe definir.

Pasaron meses.

Volví a la plaza una tarde y allí estaba de nuevo Carmelo, esta vez como siempre: sucio, encorvado, con ese olor que uno no olvida. Me saludó desde lejos, levantando una mano como quien reconoce a un viejo compañero de escuela. Yo asentí con la cabeza y seguí de largo. Me dio culpa, pero no supe cómo acercarme de nuevo.

Hasta que una noche, a las diez, alguien tocó la puerta de mi casa.

Mi esposa y yo nos sobresaltamos. Nadie llega a esa hora. Abrí con cautela.

Era Carmelo.

Vestido como en aquel primer encuentro: ropa limpia, planchada, el cabello peinado hacia atrás, los zapatos lustrados. En la mano llevaba una bolsa blanca, de esas térmicas de comida para llevar.

—Buenas noches, amigo —me dijo, con una voz suave y cordial.

Me quedé mudo unos segundos. Lo dejé pasar. Mi esposa se encerró en el cuarto sin decir palabra. Él se sentó en la mesa de la cocina y colocó la bolsa frente a mí. No la abrió.

—No lo esperaba —le dije, intentando sonar casual.

—Yo tampoco me esperaba a usted, aquel día en la plaza —respondió.

Me miró a los ojos. Sus pupilas estaban más brillantes de lo normal.

—¿Sabe? Hace tiempo entendí algo. Usted no me juzgó. No me miró como los demás. Me escuchó. Y cuando me preguntó lo que no debía, supe que algo dentro de usted también lo pensaba.

—¿Pensaba qué? —pregunté, sintiendo un escalofrío.

—El sabor —dijo—. Lo pensó. Aunque fuese por un segundo.

Yo no respondí.

El olor que salía de la bolsa era tibio. No desagradable, pero tampoco apetitoso. No podía descifrarlo.

—Usted me entendió. Por eso estoy aquí hoy —continuó, con una voz más baja—. Hoy es uno de esos días. De los especiales.

Lo miré.

Y de pronto lo comprendí.

Ese era el motivo por el que se vestía bien una o dos veces al año. No era un aniversario. No era por respeto a una misa o a un difunto. Era porque se preparaba para comer. Pero no cualquier cosa. Para eso, se arreglaba.

—¿Qué trae ahí? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

Me miró con una sonrisa leve, sin rastro de burla.

—Lo que tengo en la bolsa —dijo— es exactamente lo que piensas.

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