
La ansiedad, a veces, no es más que el catalizador de nuestros miedos. La supervivencia de las especies nunca dependió de que los animales pensaran: “Vamos a superar esto”. En el colegio nos contaban la historia de las jirafas: las de cuello largo sobrevivieron porque “lucharon” por adaptarse. Pero la biología no funciona así. No se trata de esfuerzo, ni de voluntad. Se trata de condiciones. Es el entorno el que decide. Las circunstancias empujan, moldean, seleccionan. Uno se adapta o desaparece, y rara vez tiene algo que ver con mérito personal. Tampoco fuiste el espermatozoide más rápido. No hubo épica en ese instante. Solo ocurrió. Las condiciones favorecieron que tú llegaras al óvulo, no porque fuiste el mejor, sino porque, simplemente, sucedió así. No hubo estrategia. No hubo intención. Y sin embargo, muchas veces vivimos como si ya desde ahí hubiéramos ganado algo. Como si estuviéramos destinados.

Mi esposa, por ejemplo, es una persona miedosa para ciertas cosas, valiente para otras. Una de las más extrañas fue cómo superó su miedo a volar. Yo, en cambio, sigo batallando con el mío. Cuando sé que tengo que viajar, paso días en tensión. Duermo mal. Reviso noticias que no debería. Recuerdo documentales, veo aviones en tormentas, repito en mi cabeza historias catastróficas. La sociedad de la nieve dejó una huella particular. Y para rematar, están los amigos que dicen que ayudan, pero te dicen cosas que te dejan peor. La primera vez que volé, mi amigo Moncito de solo 11 años y yo 12 en ese momento me dio “consejos”: Uno, que al despegar sentiría como si el cuerpo se pegara al asiento. Dos, que justo al elevarse, el avión da una sensación de caída, pero “tranquilo, es solo un sustito”. Y tres: la maldita turbulencia. Fue eso lo que me mató. Cada nube oscura allá afuera era un presagio. Una amenaza. Mirar por la ventana era una tortura. Bastaba ver una formación gris y densa para pensar: “Este es el bendito momento”. Y por dentro, repetía: “Te odio, Moncito”. Mi esposa no tuvo esa preparación. Su primer vuelo fue sola, dejando el país. Llevaba consigo ese miedo propio del migrante: el temor a que no la dejaran entrar a un lugar nuevo, a que algo saliera mal. No hubo espacio para pensar en turbulencias. El miedo al avión fue devorado por otro miedo más grande: el de irse. La segunda vez, regresaba a Venezuela tras muchos años. Todo su pensamiento estaba enfocado en llegar, en abrazar a los suyos, en volver a ver una calle, una cara, un lugar que había quedado suspendido en la memoria. La tercera, viajaba por la muerte de un familiar cercano. El dolor lo cubría todo como una manta pesada. En ese estado, los motores del avión sonaban lejanos. La nube oscura ya no era símbolo de amenaza, sino un reflejo del alma. Y ya para la cuarta, volar era solo un trámite.

Porque a veces, la ansiedad, o pensar en otras cosas más urgentes, nos empuja a atravesar miedos que ni siquiera alcanzamos a mirar. Un temor común —como el de volar— fue ignorado por completo por las circunstancias. Y cuando quiso detenerse a sentirlo, ya estaba del otro lado. Ya había despegado. Ya había aterrizado. Ya sabía, sin darse cuenta, que volar era seguro. Las condiciones emocionales de cada viaje —la tristeza, la urgencia, la nostalgia— le permitieron superar algo que, de haber tenido tiempo para analizarlo, quizás la habría frenado. Y eso me hizo pensar: ¿cuántos miedos sostenemos solo porque les damos espacio? ¿Cuántas veces no hacemos algo simplemente porque tenemos tiempo para imaginar lo peor? El miedo es como una nube oscura. No siempre es real. Pero si lo miras demasiado, se vuelve denso. Si lo alimentas, crece. A veces basta con dejar de mirarlo. A veces basta con estar demasiado ocupado. Ella no leyó un libro de autoayuda. No hizo terapia de exposición. No se preparó. Simplemente, voló. Porque tenía que hacerlo. Porque no había alternativa. Y aunque no lo haya enfrentado con un escudo y una espada, hay un mérito profundo en haber volado así: con miedo, con nostalgia, con el corazón dividido. No siempre la valentía viene con tambores. A veces solo se parece a alguien que hace lo que tiene que hacer, sin que nadie lo note. Y eso también es admirable. No quiero que se malinterprete: ser decidido tiene mérito. Pero creo que, a veces, tenemos menos mérito del que creemos. Hay logros que no fueron nuestros. Fueron del contexto. De la necesidad. Del empujón. Y eso también es parte de la vida. No todos los cambios vienen con aplausos. Algunos llegan callados, disfrazados de urgencia, de duelo, de tarea por cumplir. Y cuando volteas, te das cuenta de que aquello que te paralizaba… ya no está. No siempre somos valientes. A veces, simplemente no tenemos tiempo para tener miedo. Y eso, también es una forma de seguir adelante.
Primero lo más importante
- 7 de julio de 2025
¿Cuán cerca estamos del universo de Wall-E?
- 15 de julio de 2025
El toque de Midas y el precio de transformar todo en oro
- 21 de julio de 2025
Las mejores arepas son las de mi madre
- 1 de julio de 2025
El día que no pasó nada
- 27 de agosto de 2025
El oro, no huele como el café
- 21 de agosto de 2025
Cuando la sociedad olvida que crecemos juntos
- 11 de agosto de 2025
¿Qué pasa cuando la planta pierde su esencia?
- 5 de agosto de 2025
Comments (2)
Una visita inesperada – Pablex2.0says:
6 de julio de 2025 at 13:51[…] La ansiedad, a veces, no es más que el catalizador de nuestros miedos. […]
Primero lo más importante – Pablex2.0says:
7 de julio de 2025 at 10:15[…] La ansiedad, a veces, no es más que el catalizador de nuestros miedos. […]