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Las mejores arepas son las de mi madre

Cap001 • Mi ABC de la comida Venezolana 

Crecí pensando que vivía en el mejor país del mundo: el de las comidas más sabrosas y las historias más fascinantes. Pero al llegar a los 30, me di cuenta de que mi experiencia culinaria había sido limitada. Lo más «internacional» que había probado eran platos como el arroz chino, que de chino solo tiene el nombre; sushi con tajadas, capaz de hacer llorar a un chef japonés; tacos mexicanos preparados por una amiga árabe; y pizza hecha por un colombiano cerca de mi casa. Podría llamarme un supremo ignorante culinario: si cada comida internacional fuese un libro, sería la misma cantidad de libros comidos que leídos.

A pesar de todo, seguía diciendo con orgullo que la mejor comida era la de mi país. Sin embargo, a medida que comencé a conocer otras culturas, entendí cómo cada cocina define a un país, sus tradiciones y su forma de conectarse con el mundo, pero también cómo te conecta con tu familia. Y aunque hoy prefiero evitar debates sobre qué es mejor y qué no, hay algo que no cambiará: “Las mejores arepas son las de mi madre”. Esa frase, más que una opinión, encierra un vínculo profundo con mi hogar y mi infancia.

Debo confesar algo. En el año 2023 comencé a sentir malestares: dolores de cabeza y en varias partes del cuerpo. Tras varias consultas médicas, supe que tenía la presión arterial elevada. Cuando se lo conté a mi hermana, que es médico, su tono de voz cambió. “Pablo, estás a dos pasos de ser prediabético y ya eres hipertenso”, dijo con preocupación. Intenté quitarle importancia con un comentario irónico: “Entonces debo crear mi cartelito que diga: ‘Bienvenido al mundo de los diabéticos’”. Pero por dentro, el miedo me carcomía.

Si algo puede activar tus motivaciones, es la cercanía a la muerte. Decidí investigar sobre la comida, sobre qué era bueno comer y qué no. Aprendí sobre la importancia del sol, los beneficios de los ayunos y, sobre todo, a cuestionarme por qué comemos. Una frase me marcó: “Debes entender por qué comes. Yo como para nutrir mi cuerpo y tener más tiempo junto a mi familia”. Desde entonces eliminé alimentos que me hacían daño: azúcar, arroz, harinas de trigo y de maíz. Y sí, dejé de comer arepas. Solo muy de vez en cuando me permito una, con cierto recelo, casi como si una sola pudiera matarme.

Mi madre no era una gran cocinera. No preparaba platos sofisticados ni sorprendía con recetas innovadoras. Ella cocinaba lo necesario. Pero si algo te conectaba con nuestra tierra y nuestra familia, eran sus arepas. Incluso cuando el alzhéimer comenzó a mostrar sus brotes, ella mantenía la misma magia al prepararlas: la cantidad exacta de harina, agua y sal. Cocinaba siempre de más, por si llegaba visita, lo que de niño aprovechaba para comer más si no venía nadie.

La última vez que comí sus arepas fue en 2017, durante una visita suya a Panamá. Aunque ya confundía recuerdos y a veces perdía la ubicación, sus arepas seguían intactas: doradas, perfectamente redondas, iguales entre sí como gemelas. Fueron las últimas hechas por sus manos.

Hoy sé que hay comidas más elaboradas, sabores más complejos y recetas que superan cualquier expectativa. Pero también sé que sería capaz de todo si alguien se atreviera a decirme que hay mejores arepas que las de mi madre.

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