
Si calculas el tiempo que dura un partido de fútbol y lo comparas con las horas de toda una semana, descubrirás que representa apenas el 1% del tiempo. Solo noventa minutos. Y sin embargo, millones de personas giran su rutina alrededor de ese porcentaje mínimo. Entonces, ¿qué pasa con el otro 99%? ¿Puede influir tanto?
Un equipo no son solo 22 hombres corriendo detrás de un balón. Un partido no comienza con el silbato ni termina con el marcador. Un equipo también es el aficionado que se pone la camiseta con orgullo cada domingo, sin importar si es de local o visitante. Es el jardinero que cuida el césped con obsesión para que no haya ni un bache. Es la mujer del bar que espera vender más cervezas —gane o pierda el equipo— y que, al terminar el partido, discute con vehemencia, ya sea con datos o con intuición, sobre por qué se perdió. Es el utilero que limpia los zapatos y dobla la ropa con esmero, como si cada pliegue contara. Es la dueña del club que, para lograr resultados, aprende que no basta con administrar, también hay que involucrarse emocionalmente.
Un equipo también es lo que no se ve. Es el duelo silencioso por la muerte del padre de Rebecca. Es la novia que engaña al asistente del coach, el ruido de los chismes que cruzan el vestuario como corrientes invisibles, los problemas de pareja que viajan con el grupo como equipaje extra. Es el hombre que oculta su orientación sexual por miedo al rechazo. Es el futbolista que sonríe frente a las cámaras pero se derrumba al llegar a casa. Es el entrenador que debe lidiar con su salud mental mientras finge tenerlo todo bajo control. Todo eso, lo creas o no, puede influir —y mucho— en lo que ocurre en la cancha.
Por eso, cuando el AFC Richmond vive su mejor racha de partidos ganados, Ted Lasso no nos muestra ni uno solo de esos juegos. No hace falta. Porque en esta historia lo que importa no es el marcador, sino que cada persona en ese equipo haya ganado su pequeña batalla interna. Y es entonces, cuando el periodista que durante semanas lo ridiculizó, lo desafió y lo subestimó, se le acerca con respeto y le dice: “Lo lograrás”. Porque el equipo ya no necesita probar nada. Tiene todas las piezas, y más importante aún: tiene propósito.
Uno de los momentos más conmovedores de toda la serie ocurre en un lugar donde nunca imaginarías encontrar fútbol: una iglesia. Rebecca asiste al funeral de su padre. Aunque siente un profundo resentimiento hacia él, también lo amaba, aunque nunca supo cómo decírselo. Al borde de romperse frente a todos, a punto de hacer el ridículo cantando “Never Gonna Give You Up” en medio del servicio, aparece Ted. Llega tarde, cargando sus propios fantasmas, sus ataques de ansiedad, su pena. No puede evitar lo que está por ocurrir, pero sí puede estar allí. Si ella va a pasar vergüenza, él lo hará también. Y entonces, sin decirlo, le dice todo lo que necesita: “Estoy contigo”. Uno a uno, todos en la iglesia se unen. Porque ese es el verdadero sentido de estar en un equipo: acompañarse incluso en los momentos más vulnerables.
Ted Lasso no trata solo de fútbol, ni de un entrenador optimista hasta el absurdo. Trata de algo más profundo: del esfuerzo colectivo por ayudar a que cada persona en tu equipo —ya sea en el deporte, el trabajo, la familia o la vida— gane sus propias batallas. Trata del poder de la empatía, del valor de hacer el ridículo por alguien, de aprender que incluso los líderes pueden derrumbarse.
Al final, ganar o perder el partido no es lo más importante. Lo importante es sentirte bien con tu equipo. Con las personas que te rodean. Y, sobre todo, contigo mismo. Porque, al final del día, lo único que siempre deberíamos poder decir con orgullo es esto: “No lo hice solo.”
Deja un comentario