
Un simple sorbo puede ser más que rutina. Lo que alguna vez fue excusa para detener el mundo y mirarnos a los ojos, hoy corre el riesgo de convertirse en hábito vacío. Entre el aroma y el silencio, descubrimos que lo esencial no está en la taza, sino en la compañía que la sostiene.
Habían pasado varios días y ya no sabía cuántos cafés me había tomado solo. Perdí la cuenta hace mucho, pero recuerdo que desde el tercer café del día ya era preocupante. No por la cafeína, sino por lo que decía de mí.
El café, originalmente, no era solo una bebida. Era una excusa disfrazada de aroma. Un puente. Una pausa que invitaba a hablar, a mirar a los ojos, a decir “¿nos sentamos un rato?”. Su calor no solo venía de la taza, sino de la compañía. Se inventó para detener el mundo un momento y ponerlo sobre la mesa, entre dos personas que se escuchan.
Y sin embargo, ahí estaba yo. Taza tras taza, en soledad. Bebía café como si fuera agua funcional, como si su valor estuviera solo en el efecto, y no en el encuentro. Me robaba a mí mismo sus mejores ventajas. El café, en su forma más pura, no se toma: se comparte.
Hubo una época en que los cafés eran templos del pensamiento. Allí se reunían filósofos, escritores, conspiradores, soñadores. No iban solo por el sabor, iban por el ritual. Porque al rodearse de otros, las ideas hervían, chocaban, se pulían. El café era una chispa social, un pretexto para ser más humanos.
Hoy, ese café se ha vuelto eficiencia. Drive-thru, termo en mano, cápsula automática. Nos tomamos el café como si fuera gasolina, no como refugio. Lo hemos convertido en otro objeto más para seguir corriendo, seguir trabajando, seguir acumulando.
Como el rey Midas: todo lo que tocamos queremos que valga más, pero sentimos menos.
Y me pregunté: ¿cuándo fue que el café dejó de oler a conversación? ¿Cuándo dejó de ser una pausa y se volvió rutina? ¿Cuándo fue la última vez que invité a alguien, sin motivo, solo para compartir una taza?
El café —como tantas cosas— puede volverse oro. Y cuando eso pasa, pierde su aroma.
Porque el oro no huele como el café.
El oro no calienta las manos.
El oro no dice “te escucho”.
Nos pasamos la vida convirtiendo lo sencillo en valioso, sin darnos cuenta de que en ese proceso, le quitamos el alma.
Quizás por eso, esta tarde, al mirar mi taza, imaginé algo extraño: que mientras la sostenía, el café dentro se empezaba a convertir en oro. Primero el borde, luego el líquido. Brillaba. Era hermoso, sí. Pero también frío. Me miré los dedos, aún tibios. Y entendí que algo se estaba enfriando por dentro.
Me quedé así, contemplando esa taza dorada. Asombrado. Triste.
No por el oro.
Sino porque extrañaba el olor.
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