
Jesús no enseñaba desde un templo ni con jerarquías, sino caminando entre la gente, compartiendo su terreno y su realidad. Su sabiduría nacía de lo cotidiano: del agua, del pan, de las miradas. Al caminar, se exponía, observaba y escuchaba, haciendo del trayecto su aula y de la vida misma su libro. Enseñar caminando era más que un método: era una forma de estar presente y de mostrar que la verdad debe tocar la tierra.
Jesús no enseñaba desde una tarima ni desde un edificio sagrado. No tenía un templo propio ni una sala donde recibir discípulos. Enseñaba caminando. No es un detalle menor: enseñaba en movimiento, con los pies cubiertos de polvo y los ojos atentos a lo que sucedía a su alrededor. ¿Por qué un maestro elegiría enseñar así, lejos de los lugares oficiales, sin un sistema que lo respaldara? Tal vez porque el movimiento lo obligaba a estar presente. El que camina no tiene estructuras que lo separen del mundo. El que camina comparte el terreno, la temperatura, la distancia, la realidad.
En los textos antiguos se repite una y otra vez la misma fórmula: “Yendo por el camino…”, “Mientras bajaba a Jerusalén…”, “Al pasar por…”. Jesús no predicaba desde el aislamiento, sino desde el trayecto. Sus ideas no nacían en laboratorios de teología, nacían mientras sucedía la vida. Caminaba entre aldeas, entre personas que trabajaban, que cargaban enfermedades, preocupaciones, hijos, hambre. Caminaba para ver, y al ver, se detenía. Un grito lo interrumpía. Una pregunta lo hacía girar. Una mirada perdida lo alertaba. No seguía una agenda cerrada, sino que respondía al entorno. Eso no lo hacía menos claro, lo hacía más humano. Porque estar en el camino es abrirse a lo inesperado.
Cuando alguien enseña caminando, enseña sin jerarquía. No habla desde arriba, habla desde el mismo nivel. Y en eso hay un mensaje potente: “Estoy aquí, a tu lado, no por encima.” No hay escritorio, no hay distancia, no hay título colgado en la pared. Hay presencia. Y esa presencia no es pasiva. Es una forma de aprender y enseñar al mismo tiempo. Caminar implica moverse entre personas distintas, contextos cambiantes, climas variables. Es estar atento a lo que no se dice, a lo que se intuye. Y en ese espacio móvil, las ideas surgen con más peso, porque nacen de lo real.
Muchas de las enseñanzas que hoy se recuerdan de Jesús no ocurrieron en lugares preparados, sino en pleno camino. El llamado “sermón del monte” fue en una colina al aire libre, con la gente sentada en la tierra. Las parábolas no venían con efectos especiales: nacían del trigo, de las monedas, de las ovejas, del pan. Jesús usaba el entorno como parte del discurso. No necesitaba aislarse del mundo para explicarlo, usaba el mundo para explicarse. Y en eso hay una enorme capacidad de observación. No hablaba de conceptos abstractos, sino de cosas que todos podían ver, tocar, reconocer.
Caminar también tiene una cualidad filosófica. El que camina no se instala, no se acomoda. Sigue buscando. Y al mismo tiempo, va dejando huella. Es una metáfora viva del pensamiento en acción. Caminar obliga a elegir dirección, pero también permite cambiarla si es necesario. Es presencia con intención, pero sin rigidez. Jesús caminaba sin poses, sin adornos. No iba acompañado de símbolos de poder. Su fuerza estaba en su capacidad de mirar, de detenerse, de escuchar. Caminaba, y mientras caminaba, se enteraba de lo que pasaba en las casas, en los caminos, en los cuerpos, en los rostros.
También es significativo que muchas de las personas con las que habló no estaban “esperando una clase”. Estaban haciendo su vida. Una mujer sacando agua, un hombre subido a un árbol, un grupo comiendo, otro caminando hacia otra ciudad. Jesús no interrumpía con violencia. Se aproximaba con naturalidad. Conversaba en movimiento. No daba cátedras, iniciaba intercambios. Escuchaba. Hacía preguntas. Observaba cómo alguien caminaba, cómo callaba, cómo bajaba la mirada. Esa forma de enseñar, más cercana a la filosofía socrática que a la doctrina impuesta, sigue siendo valiosa hoy.
Hay algo más: caminar también implica exposición. No hay paredes que te protejan. No hay privilegios que te aíslen. Estás en el clima, en el ruido, en la incomodidad. Y eso también comunica algo. Enseñar caminando es asumir que el conocimiento tiene que pasar por el cuerpo. Que la verdad no puede ser solo un concepto: tiene que pisar tierra. Por eso su enseñanza no era fría, ni desconectada. Era directa. Tocaba temas concretos: hambre, miedo, injusticia, poder, exclusión. Caminando, veía lo que otros ignoraban. Y al verlo, respondía.
Hoy, en un mundo que muchas veces valora más la autoridad que la comprensión, esta forma de enseñar puede parecer poco efectiva. Pero justamente por eso vale rescatarla. El saber no tiene que estar atado a una estructura cerrada. A veces basta caminar y observar. Basta con moverse con honestidad, con los ojos abiertos. Y quien mira con atención, encuentra. Y quien encuentra, puede compartir algo que tenga sentido.
Jesús no caminaba por estilo. Caminaba porque era su forma de estar. Estar disponible, estar presente, estar atento. Esa forma de enseñar sigue siendo posible. Y quizá, sigue siendo necesaria.
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