
Olvida la dinamita y el “beep-beep”. En el desierto, la velocidad no siempre gana. Descubre cómo son realmente estos dos animales, quién cazaría a quién, y qué enseñanza nos deja esta eterna persecución. A veces, perseguir lo imposible es lo único que nos mantiene en movimiento. ¿Te animas a correr esta lectura?
¿En la vida real? ¿Quién vencería a quién?
Olvida por un momento los dibujos animados. No hay explosivos de la marca ACME, ni acantilados pintados con brochas mágicas. No hay un “¡beep beep!” ni un Coyote que cae desde las alturas cada cinco minutos. Solo existe la tierra árida del desierto, el sol intenso del suroeste de Estados Unidos, y dos criaturas que han sido inmortalizadas por la cultura popular: el correcaminos y el coyote.
Pero si ambos se enfrentaran sin trucos ni comedia… ¿quién ganaría realmente?
Empecemos por el correcaminos (Geococcyx californianus), un ave de tierra firme que, aunque vuela poco, se ha especializado en correr. Puede alcanzar velocidades de hasta 32 kilómetros por hora, lo que es impresionante para su tamaño. Es rápido, ágil, y sabe zigzaguear entre arbustos, piedras y cactus. Se alimenta de insectos, lagartijas, ratones, y tiene incluso el valor (y el pico) para enfrentarse a pequeñas serpientes. Vive en solitario y es muy territorial. Aunque su imagen pública está llena de risas, en la naturaleza es un cazador despierto y silencioso.
Ahora miremos al coyote (Canis latrans). Un mamífero altamente adaptable, de mirada astuta y cuerpo delgado. Puede correr hasta 64 kilómetros por hora, el doble que el correcaminos. Tiene sentidos agudos: huele, ve y escucha como pocos. Caza solo o en manada, y es lo bastante inteligente como para aprender patrones de sus presas. Su dieta es tan variada como su comportamiento: desde conejos hasta frutas silvestres, pasando por el mismo tipo de pequeños animales que el correcaminos caza… o evita.
En un encuentro real, el correcaminos tendría que confiar totalmente en su velocidad y reflejos para no ser atrapado. No tendría ninguna posibilidad de atacar o defenderse. El coyote, en cambio, tiene el cuerpo, la velocidad, la estrategia y el hambre. La verdad es esta: el coyote sí podría cazar al correcaminos en la vida real.
Entonces, ¿por qué la caricatura nos contó otra historia?

Tal vez porque la realidad es cruel, y necesitamos fantasías donde los pequeños escapan, donde los rápidos siempre vencen al poder bruto. En el universo animado, el correcaminos representa más que una ave veloz: es la idea del sueño imposible, del objetivo inalcanzable que nos mantiene en movimiento.
El coyote, aunque dibujado como torpe y desafortunado, es en el fondo uno de los personajes más profundos que ha parido la animación. No habla. No se queja. Pero insiste. Una y otra vez, se levanta. Su vida es una eterna persecución, no solo de un ave, sino de un ideal que siempre se le escapa por centímetros.
Y eso, irónicamente, lo convierte en el más humano de todos.
Porque también nosotros perseguimos cosas que nunca alcanzamos del todo: un amor perfecto, un cuerpo ideal, una meta soñada, una respuesta clara al sentido de la vida. Pero en ese intento constante, en ese caerse y levantarse, está el pulso de lo que somos. No siempre ganamos. No siempre atrapamos. Pero seguimos corriendo.
Quizás el correcaminos nunca le lleve luz al coyote.
Quizás tampoco tenga que hacerlo.
Porque cada mañana que el coyote se lanza al camino, con su plan nuevo, con su esperanza intacta, con su corazón ilusionado, es prueba de que perseguir un sueño —aunque inalcanzable— nos mantiene vivos.
Y eso, incluso sin palabras, es una lección digna de recordar.
Beep beep.
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