
Soren conoce por fin a su héroe de toda la vida, Lyze of Kiel. Pero no lo reconoce al principio, ni siquiera cuando le dice su nombre. Lyze, una lechuza legendaria, luce pequeño, cansado, lleno de cicatrices. Tiene dificultades para moverse, incluso para ver bien. Y su voz es muy distinta de la que Soren imaginaba. Había estado junto a él un buen rato, sin notarlo, porque en su mente lo había imaginado como algo completamente diferente. Ante la incredulidad de Soren, Lyze solo le pregunta:
—¿Qué esperabas encontrar? Después de tantas batallas, es lógico que me vea así.
Supongo que debe ser duro conocer a tu héroe y darte cuenta de que es real, no un mito. ¿Qué esperabas? ¿Una lechuza blanca, con armadura reluciente, garras doradas y la luna detrás como en los cuentos?
Y entonces Lyze pronuncia una de las frases más realistas de toda la película:
—Así es como quedas cuando has estado en una batalla.
Desde niño, yo también solía idealizar a las personas. Las ponía en un pedestal de fantasía. Creaba imágenes más grandes que la vida misma: héroes históricos, personajes bíblicos, actores, familiares. En mi mente, eran invencibles. Pero con el tiempo descubrí algo que nadie te advierte: los verdaderos héroes no se parecen a los de las películas.
Porque los verdaderos héroes no brillan, no posan, no siempre tienen la frente en alto. Los verdaderos héroes llegan cojeando, llegan con la ropa sucia, llegan cansados y con una sonrisa vencida. A veces ni siquiera recuerdan todas las batallas que pelearon. Como Lyze.
Esta historia me recordó a los bomberos del 11 de septiembre, muchos de los cuales terminaron haciendo colectas para pagar sus tratamientos. A ese técnico soviético que evitó un ataque nuclear solo por desobedecer una orden absurda. A quienes arriesgaron su vida en Chernóbil sin esperar medallas.
Y más cerca, a esos héroes silenciosos que nos criaron. La madre que nos preparaba comida con el corazón hecho trizas. El padre que se aguantaba las lágrimas para que creyéramos que todo estaba bien. Ese tío que parecía invencible, y luego descubrimos que tenía miedo de envejecer solo. Esa maestra que llegaba temprano aunque en su casa no hubiese paz.
A veces, cuando somos niños, imaginamos a nuestros héroes como seres perfectos. Pero al crecer, descubrimos que tienen cicatrices. Que están heridos. Que también fallan, dudan, caen. Y eso no los hace menos héroes… los hace reales.
Por eso, esa escena de La leyenda de los guardianes me quedó clavada en el alma. No por los efectos ni por el guion completo, sino por ese pequeño momento en que Soren se da cuenta de que su héroe no era como lo soñó.
Era mejor. Era de verdad.
Película «Ga’hoole, la leyenda de los guardianes»
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