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Cayendo en la verdad por casualidad • Aprendiendo del Rey León

—Timón, ¿nunca te has preguntado qué son esos puntos brillantes allá arriba? —dice Pumba, refiriéndose a las estrellas. Timón responde, con toda la seguridad del mundo: —Luciérnagas que se quedaron pegadas en esa pared negriazul de arriba. —Ahhh, sí —dice Pumba. —Siempre pensé que eran bolas de gas quemándose a millones de kilómetros de aquí. Entonces Simba interviene, casi en un susurro: —Alguien me dijo una vez que, desde arriba, los grandes reyes del pasado nos cuidan.

Siempre me dio risa cómo uno de ellos pudo haber estado diciendo la verdad, aunque cayera en ella por pura casualidad. La pregunta que siempre me queda es: ¿quién tenía la razón?

Si lo vemos desde lo cultural, la verdad suele ser la aceptación de algo en función de nuestro entorno. Si tu sociedad lo valida, entonces se convierte en “verdad”. En ese sentido, Simba tenía razón: lo que él creía era cierto dentro de su mundo, dentro de lo que había escuchado, vivido y sentido. Su verdad era emocional, simbólica, sagrada.

En cambio, Timón, desde su lógica limitada y terrenal, propuso una teoría absurda, pero coherente dentro de su pequeño universo. Ahora bien, en la película, cuando surge la pregunta, los tres están mirando el cielo. Pero imaginemos que no, que estaban hablando en otro lugar, un bosque o en la profundidad de la selva: entonces Timón pudo haber tenido razón. Si no hay cielo a la vista, y alguien dice “esas luces brillantes”, quizás lo primero que se le ocurra a un suricata es pensar en luciérnagas. No estaría tan lejos de su mundo.

Y luego está Pumba. Que, sin saberlo, es quien más se acerca a la verdad científica. La explicación de que son bolas de gas incandescentes está más cerca de lo que entendemos hoy como “realidad astronómica”. Pero él no lo sabe. No lo estudió. Solo lo dijo, como si lo hubiese soñado.

Ahí está lo que más me intriga: uno cae en la verdad por costumbre, otro por entorno, y el último… por accidente.

El punchline del chiste es que todos terminan riéndose de Simba, como si su versión fuera la más ingenua. Pero en el fondo, todos podían estar diciendo algo cierto… o todos alejados de la verdad.

Desde hace un tiempo, siento que es demasiada responsabilidad afirmar “esto es verdad”. Porque la verdad es más profunda que cualquier conversación, por muy relevante que sea. Está compuesta de capas: de contexto, de lenguaje, de historia, de poder, de percepción. A veces no es algo que se “descubre”, sino algo que se negocia, se valida, se afirma por repetición.

Por eso, últimamente, me siento más cómodo confiando en esas personas que dicen: “No sé si esto es lo correcto, pero según los estudios que tenemos —ya sean históricos, biográficos, científicos o de cualquier otra índole—, esto es lo que se ha concluido hasta ahora”.
Esa humildad es más poderosa que mil certezas gritadas.

Durante demasiado tiempo, la verdad fue usada como una excusa para discusiones, divisiones… y guerras. También para manipularnos políticamente. Se han construido imperios sobre verdades incuestionables. Se han destruido vidas en nombre de ideas absolutas. Se ha educado a generaciones enteras con afirmaciones que hoy nos parecen absurdas, pero que en su momento eran “la verdad”.

¿Y cuántas veces nos hemos burlado de alguien por lo que cree, solo porque no compartimos su contexto?

El problema no es reírnos. El problema es creer que la risa nos da superioridad.

A veces, ser humilde no tiene que ver con menospreciar tus logros, ni con negar lo que sabes, sino con aceptar que hay cosas que difícilmente podrás abarcar por completo. Que puedes tener razón… y aún así, no tener toda la razón.

Quizá la lección más bonita que dejó aquella escena de la película es esa: que cada uno miraba el cielo desde su mundo, desde su historia, desde su manera de procesar el misterio.

Y todos, de una forma u otra, estaban tocando un fragmento de verdad.

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