
A los quince o dieciséis años, uno creía que se sabía el mundo, pero la verdad es que solo sabíamos sentarnos en la entrada del edificio o en las bancas de cemento de la iglesia La Candelaria, allá en La Beatriz.
Decíamos que hablábamos de ciencia, de los grandes temas del planeta, pero lo cierto es que la mayoría del tiempo discutíamos si seguir estudiando, si valía la pena ver la película del sábado en Radio Caracas o si podíamos alargar el regreso a casa solo un rato más. Le decíamos matar el tiempo… pero lo que hacíamos era matarnos de costumbre, de silencio, o de no querer volver a casa todavía.
Ese día estaba con mi pana José, aunque todos le decíamos Chino —por razones que hoy uno no podría explicar sin tener que dar una charla de racismo casual, cariño mal aprendido y sobrenombres eternos—. La cosa es que se nos fue la hora. Serían las once de la noche cuando apareció una moto de la policía.
En ese tiempo, era común que patrullaran de noche. Daban vueltas para evitar robos, discusiones entre borrachos o simplemente para mantener el orden. Nos pidieron cédula, nos requisaron sin mayores problemas y todo iba bien… hasta que a mí se me ocurrió abrir la boca.
Uno de los policías revisó mi cartera. Todo en orden. Me la devolvió. Pero justo en ese instante, me vino a la cabeza una historia que me había contado un amigo: que a él lo habían revisado y le metieron una bolsita con drogas. No sé por qué, pero sentí la necesidad urgente de mostrar que yo sabía de esas cosas. Y con una seguridad ridícula, solté:
—Déjeme revisar bien, porque yo sé de casos donde meten pruebas falsas.
No lo dije como reclamo, lo peor es que lo dije con la voz de quien da una charla de derechos humanos. Chino me miró como si acabara de confesar que tenía un cadáver en el bolsillo. No dijo nada, pero sus ojos gritaban: “¡Cállate, por amor a Dios!”
Los policías se miraron entre ellos. Uno dijo:
—¿Cómo es la cosa?
Y en un parpadeo, me agarraron la muñeca y clac, me pusieron una esposa. La otra se la encajaron a Chino, sin culpa alguna, solo por estar ahí. Como solo tenían moto, nos hicieron caminar esposados hasta la comandancia. A pie, cruzando las calles vacías como dos ladrones de pan.
Y ahí pasó algo que lo cambió todo. Justo cuando íbamos caminando, pasó en carro Funanchú, un amigo del barrio que vivía más abajo. Al vernos esposados —con los faros del carro alumbrando nuestras caras de espanto—, Funanchú frenó, hizo una vuelta rápida y fue directo a buscar a la mamá de Chino.
Nosotros no lo sabíamos en ese momento, pero esa movida de Funanchú fue la razón por la que la mamá llegó tan rápido. Y no llegó sola. Llegó con el hermano.
Pero antes de que eso pasara, yo cometí otro error.
Los nervios me jugaron sucio. Empecé a hacer chistes:
—¿Te imaginas que pase la gente del edificio y nos vean así? ¿Después quién aguanta el chalequeo?
Chino, contra todo pronóstico, se rió. Esa risa le salió como un estornudo, inevitable. Y fue el error fatal. Los policías pensaron que nos estábamos burlando. Uno se devolvió, nos apretó más las esposas y dijo:
—Ríanse más ahora, pues.
Y yo… me reí más. Una risa nerviosa, tonta, de esas que solo crecen cuando sabes que no deberían. Chino murmuraba entre dientes:
—Viejo, cálmese. Ya, en serio…
Pero ya yo estaba embalado. Reía porque si no, me desmayaba. Era como si el cuerpo no supiera si defenderse o rendirse.
La comandancia quedaba cerca del estadio. Cuando llegamos, uno de los policías, molesto, dijo:
—Vamos a meter a estos graciositos en la celda un rato.
Y justo cuando lo dijo, otro levantó su arma, no por amenaza directa, sino porque no había notado que ya estábamos ahí. El susto fue suficiente para congelarme. La risa murió ahí mismo.
Y entonces apareció la mamá de Chino… en carro… acompañada de su hermano.
Lo que los policías no sabían —y lo descubrirían rápido— es que ese señor era general del destacamento militar más cercano. Cuando bajó del carro, con su traje sencillo y una mirada de autoridad tatuada en la cara, los policías se pusieron firmes como soldaditos de plomo.
—¿Algún problema con ellos? —preguntó, sin subir la voz.
Uno de los policías dijo, como quien se traga un sapo:
—No, nada. Solo que uno se quiso hacer el gracioso. Pero no hicieron nada. Pueden irse.
Chino agachó la cabeza para disimular la sonrisa, y al oído me dijo:
—Mi tío nunca me falla.
Nos soltaron. Ni un grito, ni una amenaza. Solo esa humillación silenciosa de saber que la cosa se resolvió no por tener razón… sino por tener respaldo.
Esa noche entendí varias cosas: que no todo el mundo tolera el humor cuando viene esposado, que el silencio a veces es la mejor defensa, y que si vas a tener la lengua larga… mejor tener un familiar militar que nunca te falle.
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