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Pechos de Paloma

Cap001 • Aquella Venezuela 

No sé cuántas personas aún sabrán de lo que hablo. Tal vez tendrían que viajar mentalmente a los años 70 u 80, cuando los edificios comenzaron a poblar las urbanizaciones de Venezuela. Fue una época de concreto y expansión, en la que muchas familias que antes vivían en casas comenzaron a mudarse a apartamentos, y el paisaje cambió. Pero aunque los espacios se redujeron, siempre quedó un rincón desde donde mirar el mundo.

Cada apartamento solía tener un pequeño porche o patio que medía, con suerte, 1,20 por 2,5 metros. Un espacio breve, pero suficiente para asomarse a la calle, dejarse acariciar por el viento, tomar el sol de la tarde o ver pasar a los muchachos corriendo. En esos espacios, a modo de protección, se instalaban unas rejas hechas con tubos metálicos doblados. Tenían una forma peculiar: primero curva, como un pecho inflado hacia afuera, y luego se volvían rectas desde el centro. En Trujillo, esas rejas recibieron un nombre tan curioso como evocador: “pecho de paloma”.

Para ser sincero, nunca quise buscar el origen exacto del término. Hay veces en que uno siente que entender el porqué de algo le quita un poco de magia. Yo prefiero contarte lo que eran, lo que significaban. Me parecen un buen punto de partida para esta historia.

Los “pecho de paloma” eran más que rejas. Eran fronteras porosas. Límites que no separaban, sino que conectaban. Rejas desde las que uno podía mirar, o ser visto. Un punto de cruce. Un pasadizo para la palabra. Un puente colgado entre vidas cotidianas.

Esos patios servían para muchas cosas. Algunos los llenaban de orquídeas colgantes, helechos frondosos, matas enredaderas que trepaban sin permiso. Otros colgaban jaulas con pájaros: periquitos nerviosos, turpiales cantarines, o loros escandalosos que soltaban groserías aprendidas en almuerzos familiares. Eran también espacios para dejar bicicletas, regaderas, una silla desvencijada o una pecera con peces que nadie miraba.

Pero el verdadero don de los “pecho de paloma” era invisible: el encuentro. Al menos una vez al día, sin falta, te topabas con el vecino más cercano. A veces también con el de arriba o el de abajo. Y en ese breve cruce comenzaba cualquier tipo de conversación.

Si eras niño, hablabas de la última comiquita que viste —quizás los Thundercats, Mazinger Z o el Inspector Gadget—, o de la plastilina que habías amasado en clase, del carrito nuevo que tu papá compró a crédito. Si eras adolescente, la conversación cambiaba: ya hablábamos de novios o novias, del liceo, de las materias que odiábamos, de las que soñábamos estudiar en la universidad. En ese patio también se dieron los primeros consejos torpes sobre el amor, los miedos por el futuro, y las risas por cosas que hoy ni recordamos bien.

Y claro, estaban también los adultos. Las madres salían a regar sus plantas, los padres a revisar el carro desde lejos. Siempre había un grito que cruzaba el aire del edificio y que aún resuena en mi memoria:

—¡Vecino! ¿Cómo está? ¿Logró prender la nave?

Así le decían al carro.

—¡Claro que sí, vecino! Supiera que estuve una hora tratando, y al final eran los bornes. ¡Imagínese!

Y el otro asentía, como si fueran veteranos de guerra compartiendo un código mecánico que solo ellos entendían. Pero no todo era mecánica. A veces, los chismes circulaban con una velocidad que ni la radio alcanzaba. Eran relatos sin filtros, sin cortes, sin vergüenza.

—¿Supiste que a la vecina del dos le dieron la jubilación y no tenía ni veinte años de servicio?

—¿De verdad? Yo sé que ella conoce gente del gobierno. Debe haber sido eso…

Y no faltaba el clásico:

—No le vayas a decir a nadie, pero supiste que Yelitza, la de planta baja, está embarazada…

Y uno ponía cara de asombro. Aunque ya lo supiera desde hacía días, fingía sorpresa, solo para ver qué más contaba la vecina. Porque esa era la dinámica: un juego de gestos y silencios, de exageraciones compartidas, de secretos a voces que formaban parte de la intimidad del edificio.

No había botón de “like”, ni espacio para dejar una reseña. No había emojis ni audios de cinco minutos. Era solo ese momento fortuito, esa conversación entre rejas, que podía durar un minuto o una tarde entera. Había algo sagrado en esos encuentros. Algo profundamente humano.

Recuerdo que, como nuestro patio daba hacia la carretera principal, un día hubo un choque justo frente a nosotros. No fue nada grave, apenas un golpe de latas y algo de gritos, pero ambos conductores se bajaron con cara de querer pelearse. Desde el piso de arriba, alguien gritó:

—¡No se deje, señor Orlando!

Y otra vecina, sin perderse el show:

—¡Sí, dele, dele!

Uno a uno, los patios se fueron poblando de gente mirando. Todos con la excusa de regar una planta, mover una silla o colgar ropa, pero con la atención puesta en la calle. Al final, como los hombres se conocían, y la adrenalina fue bajando, se dieron la mano y cada quien se fue a su casa. Pero eso no impidió que empezaran los comentarios desde los balcones:

—¡Ay, le tuvo miedo!
—¡Qué bolas! ¡Qué bolas!

Y otra vez, los “pecho de paloma” habían cumplido su función: ser escenario y platea, ser rumor y eco.

Recuerdo que, desde esos patios, uno escuchaba cómo pasaba la vida: el sonido del heladero anunciando “¡Llegó el heladero!” o, en algunos barrios, “¡Llegó el polero!”, como si fuera una canción conocida. También pasaba el vendedor de plátanos gritando su oferta como si fuera poesía; se colaba el eco de una bachata o un bolero desde algún apartamento, mezclado con risas infantiles y la licuadora de la vecina que nunca fallaba a las seis de la tarde.

Ahora que lo pienso, quizá con algo de poesía en la mirada: ¿no será que el que bautizó a esas rejas como “pecho de paloma” era un poeta oculto entre nosotros? Tal vez nosotros solo veíamos una forma metálica que imitaba el pecho de un ave. Pero él vio más. Vio un punto de encuentro. Vio alas. Vio cómo, detrás de esas rejas, las personas se asomaban no solo para ver, sino para dejar volar su imaginación, para contar sus cosas, para sentirse un poco menos solos.

Los “pecho de paloma” no eran rejas. Eran portales. Eran la antesala de una conversación. Eran los balcones desde donde lanzábamos nuestras primeras palabras al mundo. Eran las costuras invisibles de una comunidad que hoy, tal vez, hemos ido perdiendo.

Y sin embargo, algo de eso permanece. Porque cada vez que recuerdo aquellos patios, esas voces, esas plantas, esos gritos de “¡vecino!”, me doy cuenta de que ese tiempo no está del todo perdido. Vive en mí. En nosotros. En quienes crecimos con un pecho de paloma por ventana y el corazón abierto a la calle.

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